miércoles, 27 de febrero de 2013

Raúl Miranda (cuentos)


      RAÚL MIRANDA: Escritor. Egresado de la facultad de Educación. Ha publicado el poemario El aullido de lo imaginable (Aytilaña, 2011). Ha publicado parte de su obra narrativa en la revista Letrasértica. Tiene inédito un libro de cuentos titulado La oveja negra. Actualmente trabaja en la novela Paraíso de bestias.


UN PARAÍSO DE BESTIAS
(fargmento de novela)


Amadeus Ballesteros, miraba a su tía María sentada sobre unos muebles anticuados y maltrechos por los años que habían sido utilizados. La comida siempre era la misma desde aquella vez que partieron a la selva, un caldo hecho de patas de gallina que, en repetidas veces, ya ni el grasiento sabor tenía. Ella era la que iba y venía desde la cocina trayendo con una solemnidad aquellos platos desabridos en tradición de familia, era siempre la mujer quien atendía. A pesar de los años que llevaba, ya era una vieja achacosa con una aspergería fulgurante como de unos veinte años. Amadeus era el huérfano traído de la sierra por la muerte repentina de sus padres y el temor a que los campesinos se cobraran la venganza con el niño. Junto a él, venía su gato y varias monedas antiquísimas,  no sólo era lo único que había de heredar, a pesar de que muchos de sus ganados morían de fiebre amarilla. Por eso se vino y como se deterioraba la relación en la comunidad con el paso de los años o cuando en su niñez jugaba en los barrancos con las arcillas que extraían, para elaborar hermosos animalitos y hombrecitos pequeños y con ella se divertía hasta olvidárseles de los animales. Siempre acompañaba a su tía en el que hacer de la casa, aunque ya sufría de enfermedades malignas, y por eso tenía que sacudirse cada rato para acomodarse en la posición que le sentaba bien. Y al día siguiente se repetía la misma rutina.
Amadeus, en ese entretiempo, leía libros de hechicería, hechas por los brujos para salvar almas y frenar que Lucifer ingrese a la casa. María sólo los domingos se despojaba  de sus vestimentas  envejecidas para ponerse una manta larga y una falda azulina hecha por ella misma. Era el momento donde recibía bendiciones.
Amadeus Ballesteros terminó de comer chamuscando los huesos y dejando la otra parte en el plato. Para ir a descansar en la hamaca, iba mirando por la ventana, la calle iba desmoronándose de su erguida presencia, con cierta altanería miraba de reojo a su tía con la confianza de siempre, aunque la miopía se quería apoderar de su vista. Su cuerpo era extremadamente delgado, poseía un rictus desde la coronilla hasta el talón de sus pies, y las zozobras de sus penas no se expresaban por la fuerza descomunal que poseía como de un gigante en sus un metro sesenta, y se  engrandaba más y sus desagradables posturas y gestos hacían de él un hombre duro, maltratado por la vida a su adusta y sombría vivencia, con su corte militar y su nariz recta, elevada de sus ojos, escogidas por las cejas que distinguía la armoniosa estructura de sus huesos largos. Y sus pasos a trancos y espatulados. Sin embargo tenía mal humor ya que su locura enfermiza podía causar cierta lástima a otra persona, aunque todas esas represiones había adquirido en la etapa de su niñez; cuando tenía que esconderse en las catacumbas de los cerros, para que no se lo llevaran a la mina ni a los templos como esclavo o, si era tan feo, ser asesinado en la misma comunidad por aquellos blancos que controlaban el país cuyo lema era “exterminio a los indios”, fue ahí donde murieron sus padres, por eso siempre aquella ira nunca pudo controlarla por la rabia que acumuló a lo largo de la vida , y así se convirtió en un ser violento con un rasgo de mal genio.
Nunca más iré a la selvadijo.
Tal vez fue una decisión anhelada de tantos años de dinero fácil, esa frase despiadada se remontaba a que la vida no tenía sentido, sólo deseaba seguir viviendo una vida de anacoreta. Aunque en la selva había dejado plantado unas innumerables cantidades de hectáreas de coca, para su procesamiento a cocaína y, que los negocios iban ampliándose en todo el Huallaga por los carteles de grandes narcotraficantes que a él lo tenían marcado por los negocios ilícitos que había realizado; ahora, nada ni nadie podría cambiar su decisión, con razón o sin razón,  aunque la mafia tema que este tirando dedo o aunque pierda miles de dólares, no había ningún razón de contagiarse cruelmente con los mosquitos y las malas noches de dormir sobre la misma cama a tierra mojada en la selva. Sin Meregilda no había ningún motivo para hacerse rico a costa del peligro.
—¡No puedes seguir así,  Amadeus! —replicó María—, tendrás que buscar trabajo, así podrás estudiar o vivir una vida cómoda.

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