RAÚL MIRANDA: Escritor. Egresado de la
facultad de Educación. Ha publicado el poemario El aullido de lo imaginable (Aytilaña, 2011). Ha publicado parte de
su obra narrativa en la revista Letrasértica.
Tiene inédito un libro de cuentos titulado La
oveja negra. Actualmente trabaja en la novela Paraíso de bestias.
(fargmento
de novela)
Amadeus
Ballesteros, miraba a su tía María sentada sobre unos muebles anticuados y
maltrechos por los años que habían sido utilizados. La comida siempre era la
misma desde aquella vez que partieron a la selva, un caldo hecho de patas de
gallina que, en repetidas veces, ya ni el grasiento sabor tenía. Ella era la
que iba y venía desde la cocina trayendo con una solemnidad aquellos platos
desabridos —en tradición de familia, era siempre la mujer quien atendía—. A pesar de
los años que llevaba, ya era una vieja achacosa con una aspergería fulgurante
como de unos veinte años. Amadeus era el huérfano traído de la sierra por la
muerte repentina de sus padres y el temor a que los campesinos se cobraran la
venganza con el niño. Junto a él, venía su gato y varias monedas
antiquísimas, no sólo era lo único que
había de heredar, a pesar de que muchos de sus ganados morían de fiebre
amarilla. Por eso se vino y como se deterioraba la relación en la comunidad con
el paso de los años o cuando en su niñez jugaba en los barrancos con las
arcillas que extraían, para elaborar hermosos animalitos y hombrecitos pequeños
y con ella se divertía hasta olvidárseles de los animales. Siempre acompañaba a
su tía en el que hacer de la casa, aunque ya sufría de enfermedades malignas, y
por eso tenía que sacudirse cada rato para acomodarse en la posición que le
sentaba bien. Y al día siguiente se repetía la misma rutina.
Amadeus, en ese
entretiempo, leía libros de hechicería, hechas por los brujos para salvar almas
y frenar que Lucifer ingrese a la casa. María sólo los domingos se
despojaba de sus vestimentas envejecidas para ponerse una manta larga y
una falda azulina hecha por ella misma. Era el momento donde recibía
bendiciones.
Amadeus
Ballesteros terminó de comer chamuscando los huesos y dejando la otra parte en
el plato. Para ir a descansar en la hamaca, iba mirando por la ventana, la
calle iba desmoronándose de su erguida presencia, con cierta altanería miraba
de reojo a su tía con la confianza de siempre, aunque la miopía se quería
apoderar de su vista. Su cuerpo era extremadamente delgado, poseía un rictus
desde la coronilla hasta el talón de sus pies, y las zozobras de sus penas no
se expresaban por la fuerza descomunal que poseía como de un gigante en sus un
metro sesenta, y se engrandaba más y sus
desagradables posturas y gestos hacían de él un hombre duro, maltratado por la
vida a su adusta y sombría vivencia, con su corte militar y su nariz recta,
elevada de sus ojos, escogidas por las cejas que distinguía la armoniosa
estructura de sus huesos largos. Y sus pasos a trancos y espatulados. Sin
embargo tenía mal humor ya que su locura enfermiza podía causar cierta lástima a
otra persona, aunque todas esas represiones había adquirido en la etapa de su
niñez; cuando tenía que esconderse en las catacumbas de los cerros, para que no
se lo llevaran a la mina ni a los templos como esclavo o, si era tan feo, ser
asesinado en la misma comunidad por aquellos blancos que controlaban el país
cuyo lema era “exterminio a los indios”, fue ahí donde murieron sus padres, por
eso siempre aquella ira nunca pudo controlarla por la rabia que acumuló a lo
largo de la vida , y así se convirtió en un ser violento con un rasgo de mal
genio.
—Nunca más
iré a la selva—dijo.
Tal vez fue
una decisión anhelada de tantos años de dinero fácil, esa frase despiadada se
remontaba a que la vida no tenía sentido, sólo deseaba seguir viviendo una vida
de anacoreta. Aunque en la selva había dejado plantado unas innumerables
cantidades de hectáreas de coca, para su procesamiento a cocaína y, que los
negocios iban ampliándose en todo el Huallaga por los carteles de grandes
narcotraficantes que a él lo tenían marcado por los negocios ilícitos que había
realizado; ahora, nada ni nadie podría cambiar su decisión, con razón o sin
razón, aunque la mafia tema que este
tirando dedo o aunque pierda miles de dólares, no había ningún razón de
contagiarse cruelmente con los mosquitos y las malas noches de dormir sobre la
misma cama a tierra mojada en la selva. Sin Meregilda no había ningún motivo
para hacerse rico a costa del peligro.
—¡No puedes
seguir así, Amadeus! —replicó
María—, tendrás que buscar trabajo, así podrás estudiar o vivir una vida cómoda.
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