miércoles, 27 de febrero de 2013

Juan Quispe Machaca (cuentos)


          JUAN QUISPE MACHACA.- Estudiante de Sociales. Narrador autodidacta. Ha publicado cuentos en la revista Letrasértica. Ha publicado un libro de cuentos titulado Mala Hierba (Khorekhenkhe, 2012). Forma parte de la antología de nueva narrativa tacneña Histerias Colectivas (Khorekhenkhe, 2013). En la actualidad trabaja en su segundo libro de cuentos.


MI QUINTA MONEDA

Hay una muchedumbre siempre bulliciosa que mantiene sepultado “la esquina dolores”. Es imposible no detenerse en aquel triángulo de surtidas bodegas, o por lo menos eso me sucede a mí, por eso le fui tomando un gusto peligroso a detener el mundo en su vereda y por unos segundos asomar el cuerpo a la intemperie con la sola intención de joderme el alma en el bramido de los motores de la ciudad.
Nadie seguramente sabe de la existencia de “la esquina dolores”, a pesar de que es paso obligado de media ciudad.  Todos los buses pasan por ella, y se arrastran  para coger y llevarte al mismo sitio de donde saliste. Hoy no quiero ir a ninguna parte, tengo cinco monedas en el bolsillo, y una estupenda excusa para quedarme en “la esquina dolores”. Las bodegas que dan a “la esquina dolores”, son pequeñas tiendas donde se ofrecen de las más variadas baratijas, la gente compra con desenfreno y no me queda otra opción que unirme al entusiasmo fanático de cliente feliz, aunque sólo tengo cinco monedas de esas que no valen nada; digo: “mejor un buen plato de lentejas y luego si me sobra, recién puedo pensar en la baratijas” mientras voy planeando en qué gastar mis cinco monedas. Me pongo a caminar de lo más decente posible ¿Qué se puede conseguir con cinco monedas? Algo que no valga nada, “pero hay muchas cosas para alguien que sonríe” me dijeron alguna vez, “sólo tienes que levantar la mirada y caminar derecho, y olvídate ese paso de  Cantinflas.” “Hasta puede que valga mucho si persuades tus temores, saques el peine del bolsillo y te lo pases por la cabeza. Todo puede suceder, sólo sonríe como todos”, me digo.
Sorteando a la gente y alejado a media cuadra está el mercado más cerca. La puerta es un hervidero aún mayor, los rostros risueños me contagian de optimismo. En la estrada, una camada de mendigos con las manos tendidas, me hace un recibimiento colorido; todos piden una moneda obligando a las almas con exceso de caridad depositar las sobras de su opulencia  en los “botecitos” que tienen. Yo no tengo exceso de caridad, sólo quiero comer un plato de lentejas. “Una monedita que le va ir bien”, me dice uno que tiene los ojos perdidos en el fango lechoso de la ceguera y yo, conmovido por aquello, sin dudarlo le doy una de mis cinco monedas. “El desprendimiento hace bien, joven”, me  dice una mujer que también acaba de echar dos monedas  en el recipiente del mendigo.
Apuro el paso hacia el interior del mercado y no puedo deshacerme de aquellas suplicantes voces. Algunos tenían un acento de autoridad; unos más sumisos, alguno que otro silencioso pero aquel al que le di mi quinta moneda tenía una disciplina y un aspecto más dramático para los pedidos que estoy seguro convencerían hasta el menos caritativo. Ya en el interior unas jovencitas me asaltan con sus ofrecimientos, las respondo con amabilidad a todas: “quiero saber qué venden y todos me dicen que venden menú, yo sólo quiero lentejas”, y todas dicen que tienen, pero la que me tomó del brazo con la delicadeza de una amante me convenció para llevarme a su puesto de comidas. Antes de sentarme le pregunté el precio, ella me dijo que valía cuatro monedas de esas que no valen nada, entonces le pedí que me sirviera. Mientras espero el pedido alguien me toma  de los hombros y pregunta: “me puede ayudar a sentarme?”,  con mucha prestancia me ofrezco a ayudarle, “me puede coger el bastón?” me vuelve a preguntar, a lo que digo “sí hombre, faltaba más. Siéntese tranquilo que yo me encargo de acomodar su bastón.” Su aspecto era de un hombre no menor de cincuenta años, traía unos lentes oscuros para cubrir ese motivo que no le permitía ver. Presumí de una ceguera u otra enfermedad peor. Tal vez la misma enfermedad del hombre al que le di mi quinta moneda, al fin y al cabo una ayuda siempre es gratificante.  “Uno se siente tan bien cuando realiza una buena acción”, me decía la maestra de la primaria. En ese momento lo que más me complacía era no tener  que preocuparme por un extraño sentado en mi mesa, no estaré al tanto de mis movimientos, y él no se incomodará de mi presencia,  no estará al acecho de mis deficiencias,  y lo mejor, no tendré que tramar una conversación para justificar las circunstancias. 
La muchacha puso el plato de lentejas en la mesa y le pidió al hombre su pedido, “cuánto vale el menú?”, inquirió éste, “cuatro monedas señor” respondió la muchacha. “Tráigame cualquiera  pero póngale como siempre un huevo frito encima y no se olvide la gaseosa personal como debe ser”. Refiriéndose a mí, me dijo: “joven, usted es joven no? Perdona si me estoy equivocando”, ante mi tímida respuesta y luego de un silencio agregó “uno tiene que darse sus gustitos que para eso trabaja”, y diciendo esto se sacó los lentes. En ese momento perdí el apetito por el impacto de aquellos mismos ojos lechosos y por el precio de mi caridad.
“La esquina dolores” es mi refugio, me pararé a un metro del poste del semáforo e intentaré recordar quién fue el hijo de puta que me enseñó la caridad.

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