JUAN QUISPE
MACHACA.- Estudiante
de Sociales. Narrador autodidacta. Ha publicado cuentos en la revista Letrasértica. Ha publicado un libro de
cuentos titulado Mala Hierba (Khorekhenkhe, 2012). Forma parte de la antología
de nueva narrativa tacneña Histerias
Colectivas (Khorekhenkhe, 2013). En la actualidad trabaja en su segundo
libro de cuentos.
MI QUINTA MONEDA
Hay
una muchedumbre siempre bulliciosa que mantiene sepultado “la esquina dolores”.
Es imposible no detenerse en aquel triángulo de surtidas bodegas, o por lo
menos eso me sucede a mí, por eso le fui tomando un gusto peligroso a detener
el mundo en su vereda y por unos segundos asomar el cuerpo a la intemperie con
la sola intención de joderme el alma en el bramido de los motores de la ciudad.
Nadie
seguramente sabe de la existencia de “la esquina dolores”, a pesar de que es
paso obligado de media ciudad. Todos los
buses pasan por ella, y se arrastran
para coger y llevarte al mismo sitio de donde saliste. Hoy no quiero ir
a ninguna parte, tengo cinco monedas en el bolsillo, y una estupenda excusa
para quedarme en “la esquina dolores”. Las bodegas que dan a “la esquina
dolores”, son pequeñas tiendas donde se ofrecen de las más variadas baratijas,
la gente compra con desenfreno y no me queda otra opción que unirme al entusiasmo
fanático de cliente feliz, aunque sólo tengo cinco monedas de esas que no valen
nada; digo: “mejor un buen plato de
lentejas y luego si me sobra, recién puedo pensar en la baratijas” mientras
voy planeando en qué gastar mis cinco monedas. Me pongo a caminar de lo más
decente posible ¿Qué se puede conseguir con cinco monedas? Algo que no valga
nada, “pero hay muchas cosas para alguien
que sonríe” me dijeron alguna vez, “sólo
tienes que levantar la mirada y caminar derecho, y olvídate ese paso de Cantinflas.” “Hasta puede que valga mucho si persuades tus temores, saques el peine
del bolsillo y te lo pases por la cabeza. Todo puede suceder, sólo sonríe como
todos”, me digo.
Sorteando
a la gente y alejado a media cuadra está el mercado más cerca. La puerta es un
hervidero aún mayor, los rostros risueños me contagian de optimismo. En la
estrada, una camada de mendigos con las manos tendidas, me hace un recibimiento
colorido; todos piden una moneda obligando a las almas con exceso de caridad
depositar las sobras de su opulencia en
los “botecitos” que tienen. Yo no tengo exceso de caridad, sólo quiero comer un
plato de lentejas. “Una monedita que le
va ir bien”, me dice uno que tiene los ojos perdidos en el fango lechoso de
la ceguera y yo, conmovido por aquello, sin dudarlo le doy una de mis cinco
monedas. “El desprendimiento hace bien,
joven”, me dice una mujer que
también acaba de echar dos monedas en el
recipiente del mendigo.
Apuro
el paso hacia el interior del mercado y no puedo deshacerme de aquellas
suplicantes voces. Algunos tenían un acento de autoridad; unos más sumisos,
alguno que otro silencioso pero aquel al que le di mi quinta moneda tenía una
disciplina y un aspecto más dramático para los pedidos que estoy seguro
convencerían hasta el menos caritativo. Ya en el interior unas jovencitas me
asaltan con sus ofrecimientos, las respondo con amabilidad a todas: “quiero saber qué venden y todos me dicen
que venden menú, yo sólo quiero lentejas”, y todas dicen que tienen, pero la que me
tomó del brazo con la delicadeza de una amante me convenció para llevarme a su
puesto de comidas. Antes de sentarme le pregunté el precio, ella me dijo que
valía cuatro monedas de esas que no valen nada, entonces le pedí que me
sirviera. Mientras espero el pedido alguien me toma de los hombros y pregunta: “me puede ayudar a sentarme?”, con mucha prestancia me ofrezco a ayudarle, “me puede coger el bastón?” me vuelve a
preguntar, a lo que digo “sí hombre,
faltaba más. Siéntese tranquilo que yo me encargo de acomodar su bastón.”
Su aspecto era de un hombre no menor de cincuenta años, traía unos lentes
oscuros para cubrir ese motivo que no le permitía ver. Presumí de una ceguera u
otra enfermedad peor. Tal vez la misma enfermedad del hombre al que le di mi
quinta moneda, al fin y al cabo una ayuda siempre es gratificante. “Uno se
siente tan bien cuando realiza una buena acción”, me decía la maestra de la
primaria. En ese momento lo que más me complacía era no tener que preocuparme por un extraño sentado en mi
mesa, no estaré al tanto de mis movimientos, y él no se incomodará de mi
presencia, no estará al acecho de mis
deficiencias, y lo mejor, no tendré que
tramar una conversación para justificar las circunstancias.
La
muchacha puso el plato de lentejas en la mesa y le pidió al hombre su pedido,
“cuánto vale el menú?”, inquirió éste, “cuatro monedas señor” respondió la muchacha. “Tráigame cualquiera pero póngale
como siempre un huevo frito encima y no se olvide la gaseosa personal como debe
ser”. Refiriéndose a mí, me dijo: “joven,
usted es joven no? Perdona si me estoy equivocando”, ante mi tímida
respuesta y luego de un silencio agregó “uno
tiene que darse sus gustitos que para eso trabaja”, y diciendo esto se sacó
los lentes. En ese momento perdí el apetito por el impacto de aquellos mismos
ojos lechosos y por el precio de mi caridad.
“La
esquina dolores” es mi refugio, me pararé a un metro del poste del semáforo e
intentaré recordar quién fue el hijo de puta que me enseñó la caridad.
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